lundi 14 octobre 2024

1848, una revolución europea. Sobre «Primavera revolucionaria», de Christopher Clark

FUENTE: https://nuso.org/articulo/312-1848-una-revolucion-europea/

 Nueva Sociedad 312 / Julio - Agosto 2024    Edgar Straehle

Pese a haber sido un proceso a escala continental, de Palermo a París, de Roma a Praga, de Berlín a Viena, pasando por Budapest o Copenhague, la revolución de 1848 no dejó símbolos ni lemas y la memoria no fue tan generosa con ella. En su nuevo libro, el historiador Christopher Clark recrea este año extraordinario en la historia europea y nos permite pensar de manera más amplia la historia de las revoluciones y los procesos de transformación política y social.

 

1848, una revolución europea  Sobre «Primavera revolucionaria», de Christopher Clark 
‘Lamartine, ante el Hôtel de Ville, París, rechaza la bandera roja’ (1848), 
de Henri Félix Emmanuel Philippoteaux (Petit Palais)

 

Primavera revolucionaria. La lucha por un mundo nuevo 1848-1849, de Christopher Clark1, es una monumental historia de las revoluciones de 1848. Con un gran estilo narrativo y un sugerente abordaje analítico de los acontecimientos, este historiador ha sido capaz de reunir en cerca de mil páginas, muy bien hiladas, conocimientos y nombres propios al alcance de muy pocas personas. Se trata de un escrito tan deslumbrante como por ello mismo apabullante, que genera la sensación de tener muy poco que añadir a lo leído y mucho que aprender y releer una y otra vez con lo relatado de manera pormenorizada. Deliberadamente, el libro se apoya también en numerosas figuras y testimonios, como el futuro canciller Otto von Bismarck, que tendrán su auténtico protagonismo más tarde, si bien la narración de su experiencia en esos años ya nos permite comprender sus futuras trayectorias y provee a este escrito de cierta dimensión prospectiva. No creo que sea muy arriesgado profetizar que esta obra se ha convertido ya en un clásico reciente para este periodo. 

Además, para comprender la complejidad y el mérito del libro, hay que tener en cuenta que la oleada revolucionaria de 1848 es extremadamente difícil de narrar a causa de la gran cantidad de territorios que involucró y las múltiples conexiones e influencias que hubo entre ellos, no siempre sincronizadas ni unívocas. Clark mismo señala que las revoluciones de 1848 «se caracterizaron en todo momento por su multitud de voces, su falta de coordinación y la superposición de muchos vectores transversales de intención y conflicto»2.

Eso explica que en las primeras páginas se avise de que «debido a su combinación de intensidad y extensión geográfica, las revoluciones de 1848 fueron únicas», aunque también se deja caer que fue «la única revolución auténticamente europea que ha habido jamás». De hecho, y pese a que en algún momento se informa de su impacto a escala mundial, se podría aventurar que el verdadero sujeto oculto de esta portentosa narración es la propia Europa, abordada aquí desde ángulos diversos pero interconectados. El libro se aleja así de una historia –y sobre todo una memoria– por lo general excesivamente galocéntrica en la narración de estas revoluciones y otorga gran protagonismo a geografías a menudo olvidadas o postergadas, como Valaquia o las islas Jónicas, donde el británico Sir Henry Ward impulsó una represión brutal.

Al fin y al cabo, una de las grandes metas perseguidas consiste en el intento (logrado) de reflejar la complejidad de esos episodios y evitar reduccionismos o simplificaciones, como catalogar a estas revoluciones simplemente de liberales o de nacionalistas. Para ello, la explicación histórica también presta atención a movimientos como los radicales socialistas de la época, los sacerdotes partidarios de la revolución, como en Valaquia o en el Reino de las Dos Sicilias, o los luchadores por la emancipación de los judíos en un contexto plagado de antisemitismo. Asimismo, se trata el abolicionismo, sin restringirlo a una Francia que prohibió oficialmente la esclavitud en 1848 (si bien no la erradicó por completo en territorios como el África occidental francesa hasta 1905), ya que también se acuerda de los intentos provisionalmente fallidos de emancipar a los numerosos esclavos romaníes en Moldavia y Valaquia. Por supuesto, el libro no se olvida de las luchas por los derechos de las mujeres, sistemáticamente negados en las revoluciones de 1848 pese a la activa participación e implicación política de ellas, incluso en las calles y barricadas.

De esta manera, se proporciona un escorzo heterogéneo y vívido, reforzado además por la inclusión de otros elementos como imágenes, canciones o anécdotas del momento. Algunas de estas últimas son muy curiosas y no poco interesantes, como el estallido de la revolución de Palermo a inicios de 1848, anunciada unos días antes mediante notas impresas por Francesco Bagnasco en solitario, pese a que las firmara pomposamente en nombre de un inexistente Comité Revolucionario. Solamente se agradecería una buena cronología con la que orientar a un lector que fácilmente se pierde ante el inmenso aluvión de nombres y acontecimientos interrelacionados de diferentes países que se explican y a los que separa poco tiempo. De hecho, uno de los aspectos más logrados del libro es su explicación de cómo ante las crisis políticas que se iban desencadenando, las decisiones de los diferentes Estados quedaban condicionadas por los repentinos acontecimientos que tenían lugar en otros países.

Hay que tener en cuenta que la oleada revolucionaria afectó a toda Europa y que, como recuerda Clark, numerosas palabras comunes resonaron por todas partes (palabras como Constitución, libertad, libertad de prensa, asociación y reunión, guardia civil o nacional o reforma electoral), aunque también se debe decir que no en todos los países lo hizo con la misma fuerza ni tampoco adquirió una auténtica dimensión revolucionaria. El libro también se preocupa por resaltar esos casos distintos y menos espectaculares, pero no por ello poco importantes. Por ejemplo, el rey Guillermo ii supo reaccionar con celeridad en Países Bajos y alejó la tormenta revolucionaria gracias a la promulgación de una Constitución liberal. Este país no evitó la crisis revolucionaria, sino que, como se explica, consiguió «absorber con éxito e interpretar la crisis revolucionaria que asolaba Europa». Algo semejante, si bien con menos concesiones legislativas y con un mayor papel preventivo de la vigilancia y la represión, sucedió en una Bélgica que 18 años antes ya había tenido su propia revolución. Desde una óptica semejante, Clark estudia el caso de Gran Bretaña con el fin de poner fin al mito de que no hubo un «1848 británico». Algo similar se podría decir de una España no olvidada en el libro y donde ya en una fecha temprana como el 13 de marzo, Ramón María Narváez impulsó una Ley de Poderes Extraordinarios que no impidió el estallido de revueltas más tarde reprimidas. Se agradece que Clark no caiga en interpretaciones excepcionalistas de la historia española y se posicione frente al «supuesto caso especial ibérico que a veces se sugiere en los libros, una España aislada por los Pirineos y encerrada en un ciclo de contiendas civiles que la mantenía al margen de la vida política del resto del continente». 

Por ello, el libro no solo se desmarca de lecturas, por así decir, meramente difusionistas, sino que pone de relieve que también la propia historia local influyó en sus erupciones revolucionarias. Como se cuida de especificar Clark:

las revoluciones no fueron causa unas de otras, como las fichas en fila de un dominó hacen caer a las que siguen. Pero tampoco fueron mutuamente independientes, porque estaban emparentadas, arraigadas en el mismo espacio económico interconectado, y se desarrollaban en órdenes culturales y políticos afines, impulsadas por procesos de cambios sociopolíticos e ideológicos interconectados desde siempre a escala trasnacional. Cuando estallaron las revoluciones en 1848, los efectos sincrónicos de propagación interactuaron con las situaciones de inestabilidad.

Dicho de otra manera, la sincronía no se puede entender sin la propia diacronía de cada uno de los territorios en cuestión. Cada una de las revoluciones tuvo elementos en común, y también se despertaron mutuas oleadas de simpatía y solidaridad, incluso de apoyo. No obstante, eso no evitó que hubiera diferencias significativas, las cuales podían ir desde los ritmos o la intensidad de los acontecimientos hasta los tipos de demandas o de reacciones por parte de los gobiernos de turno. Por ejemplo, la vía republicana emprendida en Francia no fue la mayoritaria en Europa. Y eso por no hablar de la importante diferencia entre las ciudades y un campo muchas veces desatendido o mal comprendido por los revolucionarios. O de la difícil o imposible armonización de movimientos nacionalistas que, por decirlo con Clark, ciertamente estimularon nuevas solidaridades y cooperaron de manera destacada en numerosas ocasiones, pero también desencadenaron no pocos recelos o enfrentamientos muchas veces en nombre de un pasado mítico o directamente imaginado. Un conflicto interesante fue el de Schleswig-Holstein, que enfrentó a daneses y alemanes, adquirió una repercusión europea y acabó por generar tensiones entre la Prusia de Federico Guillermo iv y la alemana Asamblea Nacional de Fráncfort. 

También se desataron conflictos entre los propios revolucionarios, palabra que en verdad englobaba un amplio abanico de posiciones ideológicas. Un factor conocido fueron los resultados de las elecciones convocadas por ellos mismos y que mayormente favorecieron a liberales y conservadores moderados. Eso condujo a desplazar la agenda social y a conocidas crisis como las Jornadas de Junio de París, que podemos ver como una revolución contra la propia revolución. Este alzamiento, violentamente reprimido, estalló a raíz del cierre de los efímeros talleres nacionales que debían dar respuesta al «derecho al trabajo» enarbolado entonces, reconocido por el primer borrador de la Constitución francesa de 1848 y finalmente revocado en su versión definitiva. Como se sabe, a los pocos meses nuevas elecciones dieron el poder a Luis Napoleón Bonaparte, con quien de paso se aplastó la revolución romana en 1849 y quien más tarde instauró el Segundo Imperio francés. Un caso complejo fue el austríaco, no solo restringido a la insurrección vienesa, sino también directamente afectado por los acontecimientos en Hungría, Chequia, Croacia y diversas partes de Italia. En poco tiempo se llegaron a redactar dos Constituciones, la de Kremsier y la de marzo, para volver a fines de 1851 a la situación anterior por medio de la Patente de Nochevieja. 

Por todo ello, se debería decir que, aunque el estallido de otras revoluciones sin duda influyó bajo la forma más bien de desencadenantes, las causas más profundas se deben buscar en la propia historia de cada una de las geografías en cuestión. Eso explica su aparente espontaneidad y también que se dedique gran parte del libro al periodo anterior a las revoluciones de 1848, y que de este modo dé cuenta mejor de lo ocurrido desde una pluralidad de precedentes tanto religiosos como económicos o políticos, como las revueltas de Lyon a partir de 1831 en Francia, la de los tejedores silesios en 1844, la de Galitzia en 1846, la guerra suiza del Sonderbund de 1847 o, por supuesto, la oleada revolucionaria de 1830, la cual, si bien con menor fuerza y difusión, anticipó de algún modo la de 1848. Para ello, Clark también hace ciertas incursiones en la historia intelectual y se detiene en algunos influyentes pensadores de la época, como Félicité Robert de Lamennais o Vincenzo Gioberti, así como en historiadores que, sobre todo desde marcos nacionalistas, ayudaron a suministrar relatos utilizados a lo largo de 1848, como fueron los casos del italiano Michele Amari, del checo František Palacký o del alemán Friedrich Christoph Dahlmann. En cambio, y más allá del enormemente influyente Alphonse de Lamartine, el resto de la muy importante historia revolucionaria recibe poca atención. Mientras que esta historia ya había sido exitosamente cultivada en lustros anteriores en Francia por figuras de primer orden como Adolphe Thiers o François-Auguste Mignet, o en Inglaterra por Thomas Carlyle, no hay que olvidar que justo en 1847 tanto Louis Blanc como Jules Michelet publicaron el primer volumen de sus respectivas obras Historia de la Revolución Francesa. Ese mismo año salió también a la luz la Histoire des montagnards de Alphonse Esquiros, en cuyo final escribió que la memoria de la Revolución Francesa es «la columna de fuego que guía a las generaciones errantes e indecisas en busca de una nueva tierra prometida»3

Ahora bien, también respecto a las causas, Clark procura desmarcarse de interpretaciones simples y problematiza la conexión directa entre la economía y la política, o entre la pobreza y la insurrección revolucionaria. Al respecto, remarca las diferencias entre «la geografía del hambre en 1845-1847 y la geografía de la revolución de 1848-1849». Además, explica que fueron las zonas de mayor hambruna de ese entonces las que precisamente menos se movilizaron, y por ello llega a concluir que «las revoluciones son acontecimientos políticos, procesos en que la política goza de cierta autonomía. No son simplemente una consecuencia necesaria de la presión acumulada por la aflicción y el resentimiento dentro de un sistema social».

Eso seguramente explique que esta historia sea fundamentalmente de carácter político y que funcione con especial brillantez en el complejo relato de carácter «evenemencial» de lo acontecido en 1848. En cambio, otros aspectos como la memoria no merecen una gran atención. Eso no impide que, gracias al generoso despliegue de información que logra Clark, esté reiteradamente presente a lo largo de la narración, o que se afirme que «las revoluciones de 1848 estallaron en un mundo que recordaba una época anterior de transformación» y que «desde los gorros frigios y las escarapelas a los árboles de la libertad y las banderas tricolor, los revolucionarios de toda Europa adornaron su empresa con los símbolos y costumbres de la gran predecesora». Sin embargo, esas relaciones con el pasado suelen ser más apuntadas o dichas de pasada que propiamente analizadas o problematizadas, lo que quizá explique ausencias en la bibliografía como el muy interesante libro Le procès de la liberté [El proceso de la libertad] de Michèle Riot-Sarcey4.

En este contexto se puede recordar que, en otro gran libro sobre las revoluciones de 1848, Jonathan Sperber había ido más lejos y había destacado que:

El factor más importante, si no el único, que configuró la doctrina política en la Europa de mediados del siglo xix fue la herencia de la Revolución Francesa de 1789. La revolución había creado la idea ahora familiar de espectro político, es decir, de colocar las posiciones políticas en una escala de izquierda a derecha. Además, las doctrinas políticas específicas de la década de 1840 se basaban en cuestiones planteadas por la Revolución: a veces, las respuestas propuestas se basaban a su vez en las ofrecidas por primera vez en la década posterior a 1789; otras, surgían del deseo de ir más allá de las soluciones ensayadas entonces. En cualquier caso, testimoniaron la enorme influencia de la Revolución en la evolución del siglo xix5.

Es decir, la memoria de la Revolución Francesa, sentida por muchos protagonistas como más próxima que la estrictamente más cercana en el plano cronológico de 1830, se plasmó en una pluralidad de aspectos que evidenciaron su influencia, tanto directa como indirecta. Por ello, no está de más resaltar que la primavera revolucionaria de 1848 no solo lo fue de hechos, sino también de recuerdos asimismo revolucionarios, que conectaron con la gran ebullición emocional de ese momento. De unos recuerdos vinculados a la memoria de la Revolución Francesa que se exhibieron estéticamente (como por medio de la bandera tricolor, los árboles de la libertad, los gorros frigios o los diferentes eslóganes y canciones revolucionarias) y se caracterizaron por su amplia transversalidad, tanto ideológica como geográfica. A fin de cuentas, esa memoria fue marcadamente plural, tanto que la propia monarquía de Orleans, de la mano de figuras centrales como François Guizot o Adolphe Thiers, ya había buscado establecer previamente una relación productiva con ella (y también con la de Napoleón, cuyas cenizas, a instancias del propio Thiers, retornaron a Francia en 1840). El gobierno de Luis Felipe, hijo de un conocido protagonista y a la vez víctima de la Revolución Francesa como el llamado Felipe Igualdad, incluso había aceptado la tricolor como la bandera nacional de Francia (mientras que, por el contrario, la Constitución de su monarquía no era más que una versión revisada de la Carta otorgada de Luis xviii). En 1848 esa misma bandera fue objeto de litigio, pues muchos revolucionarios reivindicaron una roja que simbolizaba las luchas emprendidas en los lustros anteriores y que, sin embargo, fue célebremente rechazada por Lamartine. Según lo señalado por Louis Ménard en su Prologue d’une révolution [Prólogo de una revolución] (1849), en un principio se prometió que, en compensación, se cambiaría el orden de los colores, lo que al final nunca se materializó, y al poco tiempo se proscribieron los gorros frigios (jacobinos) y la memoria de 17936. Con ello se evidenciaba que no solo se admiraba la Revolución Francesa, sino que también se temían algunos de sus recuerdos y legados. Por su parte, la propia Marsellesa condujo a variadas disputas y, pese a ser repetidamente entonada por muchos revolucionarios en todo el continente, no fue aceptada por su carácter sedicioso como himno oficial francés, y se prefirió escoger el hoy olvidado «Le chant des girondins» [El canto de los girondinos]. 

Así pues, la relación que a la hora de la verdad se estableció con ese pasado no dejó de ser compleja, y estuvo atravesada tanto por continuidades como por discontinuidades, tanto por admiración como por no pocos temores, y también por no pocas discrepancias acerca de cuál debía ser su legado para el presente. Por ello mismo, no hubo una sola memoria de la Revolución Francesa sino varias, cada una con sus propias narraciones e interpretaciones del pasado, que podían provenir de perspectivas como las jacobinas, las liberales o también las monárquicas. O, asimismo, de un cristianismo que en los lustros anteriores a 1848 defendió interpretaciones de un Jesús proletario y se entremezcló incluso con la memoria jacobina7. También podían cultivarse desde una óptica feminista, representada sin ir más lejos por figuras de primera línea como Jeanne Deroin8. Un aspecto paradójico es que, cada uno a su manera y con sus límites, tanto la monarquía de Orleans como la Segunda República Francesa, y más tarde el Segundo Imperio de Napoleón iii, compartieron su reivindicación de la Revolución Francesa, en este último caso, como se explicitó en la Constitución de 1852, supeditada al legado de Napoleón i. Es decir, tres regímenes políticos muy diferentes apelaron cada uno a su manera a una «misma» memoria de forma simbólica para legitimarse (si bien, como se suele decir, el diablo estaba en los detalles). Por otro lado, y pasando de lo diacrónico a lo sincrónico, el mismo recuerdo de la Revolución Francesa estuvo muy presente en el resto de Europa a lo largo de 1848, aunque de una manera compleja y problemática, no pocas veces meramente estética, y se podía amalgamar con las propias tradiciones o recuerdos de los territorios respectivos. Sin ir más lejos, el famoso lema «Libertad, igualdad, fraternidad» resonó más allá de las fronteras del país galo. Incluso el segundo principio inscrito al comienzo de la Constitución de 1849 de la efímera República romana afirmaba en un claro guiño a esa memoria que «el régimen democrático tiene por regla la igualdad, la libertad y la fraternidad». Además, esa memoria también podía generar sus variantes, y por ejemplo la asociación de trabajadores de Colonia, además de recurrir a la bandera roja, usó como divisa la tríada «libertad, fraternidad, trabajo»9. Entre los carteles, proclamas u octavillas parisinos también circularon variaciones como «Libertad, orden, reforma», «Libertad, igualdad, fraternidad, unidad» o «Libertad, igualdad, fraternidad, solidaridad»10.

Ejemplos prácticos muy interesantes, y mencionados a lo largo del libro, fueron la institución de Comités de Seguridad Pública y de Guardias Nacionales (o Civiles) en diferentes partes de la geografía europea. Además, en muchas partes, lo que se produjo fue una suerte de mestizaje. Como recuerda Clark, en Croacia se mezclaron escarapelas y banderas tricolor con gorros rojos y surkas (chaquetas tradicionales) azules. 

Para acabar, esa memoria no solo fue recordada por sus actores o partidarios, sino también por sus detractores o enemigos, quienes de este modo se retroalimentaron. En el contexto transnacional de 1848 eso podía servir para intentar desautorizar las ideas revolucionarias fuera del país galo al presentarlas como francesas o foráneas. Por ejemplo, el entonces influyente teólogo Ernst Wilhelm Hengstenberg denunció en abril de 1848 que «los radicales de París han remodelado Alemania. En todo, grande y pequeño, desde el ateísmo hasta las elecciones primarias, desde las barricadas hasta la tricolor, estamos copiando exactamente el modelo francés»11. El propio Federico Guillermo iv de Prusia había alentado el mito de que la revolución alemana de marzo de 1848 había sido un acontecimiento promovido y dirigido por extranjeros, especialmente franceses. Estas pocas cuestiones, aquí meramente esbozadas o apuntadas con gran brevedad, sirven para recordar que la historia también está compuesta de memoria y que las dos se entrecruzan de múltiples maneras. Al fin y al cabo, lo sucedido en 1848 destacó no solo por una gran complejidad histórica, magistralmente explicada por Clark, sino también por una gran complejidad memorística. 

Curiosamente, la propia cuestión de la memoria, si bien desde una óptica más prospectiva que retrospectiva, se encuentra a su manera muy presente en el libro, pues este no pretende ser solo una historia de 1848, sino también una suerte de reivindicación de lo acaecido ese año. Por un lado, Clark desliza bastantes analogías o paralelismos entre ese pasado y el presente. Por el otro, porque, siguiendo la línea de otros autores como Jonathan Sperber, el libro desafía la retórica del «supuesto fracaso de 1848». Frente a la fugacidad de los acontecimientos históricos revolucionarios, Clark pone de relieve la perdurabilidad de unas cuantas de sus conquistas. Para empezar, porque el triunfo de la contrarrevolución no significó el regreso al statu quo prerrevolucionario. De hecho, afirma Clark, el orden posrevolucionario habría sido tan eficaz «a la hora de controlar el terreno intermedio de la política, que consiguió marginar tanto a la izquierda democrática como a la vieja derecha». Por ello, recalca, incluso los conservadores se tuvieron que adaptar en muchos casos a un nuevo escenario constitucional o parlamentario que supuso no pocos cambios y posibilitó otros en el futuro. Todo ello redundó en una profunda transformación en las prácticas políticas y administrativas de todo el continente, derivando en lo que en el libro se llega a denominar una «revolución gubernativa europea». Además, Clark destaca la relevancia de la redacción de muchas nuevas constituciones en esos años. Algunas efímeras e infecundas, pero otras no tanto, como el piamontés Statuto Albertino que luego serviría de base para el futuro Estado italiano. Por otro lado, otras no muy conocidas, como la valaca Proclamación de Islaz de 1848 y la Constitución de la República romana de 1849, destacaron por ser las primeras en abolir la pena de muerte. Un caso remarcable fue el de Dinamarca, país que habría protagonizado en 1849 una «revolución constitucional» que transformó la monarquía absolutista anterior en una de «las culturas políticas más democráticas del mundo» y cuya influencia, vía reformas constitucionales intermedias, llega hasta el presente. Todavía hoy, el 5 de junio es un día festivo en Dinamarca que recuerda el día de la Constitución de 1849.

Un detalle interesante es que esta reivindicación de Clark, que podríamos calificar más de histórica que de política, se sustenta en una visión reformista. Del libro parece concluirse que las revoluciones más exitosas fueron aquellas que supieron canalizar el impulso revolucionario hacia vías reformistas y constitucionales. Los mejores ejemplos serían seguramente los citados de Dinamarca e incluso Países Bajos, donde en verdad la reacción gubernamental pareció ser más bien preventiva. En cambio, las revoluciones más osadas fueron ahogadas y las nuevas repúblicas, como la francesa o la romana, derrocadas al poco tiempo.

Por ello, sería interesante ahondar en esta perspectiva de Clark, y también complementarla con una lectura más desde la memoria que desde la historia, el lugar en el que preponderantemente se mueve el libro. Para empezar, no hay que olvidar que la importancia de las revoluciones de 1848 ya había sido anteriormente recordada y reivindicada por numerosos historiadores, como se vio durante la celebración de su sesquicentenario. Antes Maurice Agulhon había comenzado su libro dedicado a Les quarante-huitards [Los del 48] (1975) señalando que «1848 nos parece una revolución olvidada, o menospreciada, por la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, y nos parecía que allí había una injusticia, una pendiente que remontar, o una reputación que reconstruir»12. Se trata de una tesis repetida en diversas ocasiones y que ha desembocado en estudios como 1848, la révolution oubliée [1848, la revolución olvidada] (2009) de Michèle Riot-Sarcey y Maurizio Gribaudi o está presente en otros como Quand la republique était révolutionnaire. Citoyenneté et répresentation en 1848 [Cuando la república era revolucionaria. Ciudadanía y representación en 1848] (2014) de Samuel Hayat, obra cuya cronología se centra sintomáticamente en lo acontecido hasta junio de 1848.

Por ello, no está de más resaltar que, pese a los reiterados esfuerzos historiográficos, 1848 en el ámbito público se ha seguido caracterizando por cierta «desherencia» a escala internacional (mientras que su recuerdo todavía permanece bastante vivo a escala nacional en países como Dinamarca o Hungría, cuyo día nacional, celebrado el 15 de marzo, hace referencia al estallido de la revolución de 1848 en Budapest).

Paradójicamente, se podría decir que la Revolución Francesa fue una historia preponderantemente nacional que logró generar una gran memoria de alcance internacional, mientras que las revoluciones transnacionales de medio siglo después no han podido ir más allá de memorias nacionales, en plural, cada una con sus propios relatos, recorridos y conflictos, a su manera ligados por ejemplo al Sonderweg alemán o al Risorgimento italiano13. Una derivación curiosa fue que en italiano la expresión «fare un quarantotto» se convirtió en sinónimo de causar un gran desorden o confusión. 

Además, y a causa del galocentrismo de la memoria revolucionaria a lo largo del siglo xix, la experiencia de 1848 se asoció tempranamente a la decepción padecida en Francia. De ahí que ese año no posea ningún símbolo equivalente a los de la Bastilla, la Marsellesa, la Tricolor o la famosa tríada revolucionaria «Libertad, igualdad, fraternidad». De hecho, la mayoría de los que empleó fueron directa o indirectamente prestados y no supo generar ninguno con un impacto semejante a escala internacional. Eso explica que, aunque la memoria de 1848 no dejara de tener sus partidarios, la de la primera Revolución Francesa continuara siendo la más importante en el país galo y fuera la principal tanto durante la Comuna parisina de 1871 como durante la Tercera República Francesa. Como se sabe, los principales símbolos nacionales franceses todavía enlazan hoy en día con los hechos de 1789. Y es que a veces los pasados lejanos pueden ser los más próximos desde el punto de vista emotivo.

Respecto a la tesis del fracaso, también hay que tener en cuenta que las opiniones negativas vertidas hacia las revoluciones de 1848, y que en muchos casos convendría englobar bajo el rótulo de la decepción, provinieron de figuras que con el tiempo se consolidaron como personajes de primer orden en la historia política y, en concreto, de la revolucionaria. Tal es el caso de Karl Marx, Friedrich Engels, Pierre-Joseph Proudhon, Mijaíl Bakunin e incluso Louis Auguste Blanqui. Un problema decisivo fue que en 1848 se abrieron horizontes de ruptura tan grandes y esperanzadores que su desenlace posterior, con episodios tan determinantes y significativos para la memoria revolucionaria como las Jornadas de Junio, condujo a una terrible desilusión, la cual se plasmó incluso en desafecciones a la misma creencia en la revolución, hasta que el estallido de la Comuna de París en 1871 condujo a su posterior reactivación. Pese a que se trató de un acontecimiento mucho más local y fue rápidamente aplastada y, por tanto, en muchos sentidos un fracaso, la experiencia communarde se convirtió en un símbolo de referencia y de esperanza a escala internacional que contrastó vivamente con los procesos de 1848. 

Por ello mismo, mientras que la primera pasó a ser ampliamente reivindicada por referentes revolucionarios como Marx, Engels o Bakunin, la segunda quedó por contraste reducida a ese estatuto de farsa, o de traición según el anarquista ruso, con el que se la asoció de manera exagerada a causa de las célebres líneas iniciales de la obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte. La posteridad de 1848, al menos en términos de memoria, fue mucho menos fructífera que la de 1789 o 1871.Por ello, la revolución de 1848, sobre todo analizada desde la óptica francesa, fue presentada de diversas maneras como una gran lección para los revolucionarios; esta debía servir para comprender que la revolución no podía ser meramente política, sino que también debía atreverse a ser social; debía atreverse a ser ambiciosa y audaz y escapar a la imagen de impotencia; debía comprender que la burguesía ya no formaba parte de los movimientos revolucionarios y que, como mostraron las Jornadas de Junio, podía reprimir a la clase obrera en beneficio de sus propios intereses; y, finalmente, no debía caer en ficciones políticas como la de la fraternidad, celebrada pomposamente como festivo en Francia el 20 de abril de 1848 y que congregó tres días antes de las elecciones cerca de un millón de personas, sino que, por decirlo con Marx, debía comprender la lucha revolucionaria desde otros marcos, sobre todo desde la lucha de clases. 

Todo eso no impidió que, de todos modos, como en el caso de Marx, se reivindicara a ciertos revolucionarios de 1848, como los sublevados en las Jornadas de Junio, pero su memoria quedó opacada por sus vencedores. Por cierto, el propio pensador alemán interpretó en parte las otras revoluciones coetáneas desde la óptica de la francesa y por ejemplo definió la berlinesa como una «parodia de 1789»14.

Sin duda, la lectura de Clark sirve para problematizar con profundidad y brillantez toda esta visión desde la historia, aunque el estudio de estas cuestiones también ayuda a comprender el (reducido) papel que, con algunas excepciones como las comentadas, las revoluciones de 1848 tienen en la memoria contemporánea. Con ello, pues, esta obra también puede ser provechosamente utilizada para ahondar en el sempiterno debate entre la historia y la memoria, especialmente interesante a lo largo de estos convulsos episodios del pasado. A fin de cuentas, su libro es un magnífico ejemplo de cómo hacer una muy buena historia, así como una referencia en lo sucesivo ineludible para comprender en su complejidad esa oleada revolucionaria desde una óptica transnacional.

  • 1.

    Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2024.

  • 2.

    C. Clark: ob. cit. En adelante, todas las citas de la obra corresponden a la edición mencionada en su versión para Kindle.

  • 3.

    A. Esquiros: Histoire des montagnards 2, Victor Lecou, París, 1847, p. 475.

  • 4.

     La Découverte, París, 2016.

  • 5.

     J. Sperber: The European Revolutions, 1848-1851, Cambridge UP, Cambridge, 2005, p. 65.

  • 6.

    L. Ménard: Prologue d’une révolution, Bureau du Peuple, París, 1849, pp. 59-60

  • 7.

    V. al respecto Franck Paul Bowman: Le Christ des barricades, 1789-1848, Les Editions du Cerf, París, 1987.

  • 8.

    V. al respecto Sara Sánchez: Jeanne Deroin: una voz para las oprimidas. Vida, revolución y exilio, Comares, Granada, 2023.

  • 9.

    Jonathan Sperberg: Rhineland Radicals: The Democratic Movement and the Revolution of 1848- 1849, Princeton UP, Princeton, 1993, p. 290.

  • 10.

    Charles Boutin: Les murailles révolutionnaires de 1848 1, Picard, París, 1868, pp. 19, 38 y 237.

  • 11.

    Cit. en Rüdiger Hachtmann: 1848: Revolution in Berlin, Edition Q, Berlín, 2022.

  • 12.

    M. Agulhon: Les quarante-huitards, Gallimard, París, 1975, p. 10.

  • 13.

    Para estas cuestiones, y otras vinculadas a la memoria, v. Axel Körner (ed.): 1848: A European Revolution? International Ideas and National Memories of 1848, Palgrave Macmillan, Houndmills, 2000.

  • 14.

    K. Marx: «El proyecto de ley sobre la abolición de las cargas feudales» en K. Marx y F. Engels: Las revoluciones de 1848, FCE, Ciudad de México, 2006, pp. 201-202.

mercredi 9 octobre 2024

325.000 francs (Jean Prat, 1964)

 Scénario : Jean Prat, Roger Vailland / Téléfilm ORTF

Roger Vailland se met en scène comme témoin, et parfois acteur, de l’histoire qu’il raconte. Après son installation à Meillonnas, il se rend fréquemment à Oyonnax, selon lui pour voir des parents. La ville, autrefois spécialisée dans la fabrication de peignes de buis, géant dans le Jura, s’est reconvertie dans l’industrie de la matière plastique. On y fabrique tout en « plastique », des peignes aux chaises en passant par les fleurs et les poubelles.

La famille Busard se partage entre les edelweiss que le père continue à tailler dans le buis et le polissage des montures de lunettes que sa femme et sa fille traitent à domicile pour une usine voisine ; Bernard, quant à lui, a « dit non une fois pour toutes » : il ne s’épuiserait ni sur du buis comme son père, ni sur une presse à injecter comme les autres jeunes de la ville. Sa passion, c’est le vélo, comme Vailland, dont cela le rapproche. Il fait les courses locales et en gagne parfois, mais il est desservi par son impétuosité. Ainsi, dans le « Grand prix de la Droguerie centrale », attaque-t-il trop tôt, chutant de plus à cause d’un gamin qui lui coupe la route, et doit laisser la victoire au ventre jaune (Bressan) Bonnefond.

Or Bernard est très amoureux de Marie-Jeanne, qui le fait languir depuis un an. Elle veut en fait surtout quitter Oyonnax. Une occasion se présente : on propose à Bernard de prendre la gérance d’un Relaisroute. Mais il faut pour cela une mise de fonds, et si son père et Marie-Jeanne mettent la main au pot, il lui manque 325.000 francs.

Il décide alors de rompre son serment de ne jamais travailler sur une presse, et de s'y mettre avec un collègue, par tranche de quatre heures en continu, durant six mois, soit douze heures par jour sans repos hebdomadaire, et sans la majoration des heures supplémentaires, ce qui fait hurler le syndicat. Le collègue, ce sera le ventre jaune Bonnefond, dont il connaît l’endurance.

Bernard s’épuise d’autant plus que les roulements de quatre heures ne ménagent guère la possibilité de dormir, et qu’il continue de voir Marie-Jeanne quatre soirs par semaine. Il ne tient qu’à coups de Maxiton, et l’arrivée d’un nouveau système de refroidissement augmente les cadences.

Ce qui devait arriver bien sûr arrive…

La voix de Roger Vailland prête « aux marxistes » la moralité de sa fable : « On n’échappe pas à sa condition sans transformer la société qui vous a enfermé dans cette condition ». 


Le téléfilm est tourné à Oyonnax, sur les routes de l’Ain et à Meillonnas.

La présence de Roger Vailland, que les premières images montrent à sa table de travail, est émouvante : malade au point d'avoir planifié son suicide, il mourra en mai suivant à Meillonnas.

l'histoire fait partie du cycle: https://fr.wikipedia.org/wiki/L%27Homme_nouveau_(cycle_litt%C3%A9raire) ...Cet « homme nouveau » dont parle Roger Vailland — qu’il appelle aussi souvent le Bolchevik — naît avec la fin de la guerre... 

Et mourir de plaisir/Le Sang et la Rose (Roger Vadim, 1960)

Scénario : Roger Vadim, Roger Vailland, Claude Brulé et Claude Martin d'après la nouvelle de Sheridan Le Fanu, Carmilla (1871)

 
 
La très belle Carmilla et son cousin Leopoldo Karnstein, derniers descendants d’une lignée de réputation maudite (suspectée de vampirisme), habitent une riche demeure de la campagne romaine. La venue de Georgia, la fiancée de Leopoldo, provoque un comportement singulier chez Carmilla. Elle paraît s’identifier chaque jour davantage à son ancêtre Millarka dont elle est la copie conforme du portrait qui trône à la place d’honneur de la résidence. Lors de la soirée costumée donnée en l’honneur des fiançailles, et à la surprise générale, Carmilla apparaît dans la même robe blanche que porte Millarka sur le tableau. La tombe de celle-ci est d’ailleurs la seule à avoir échappé à la profanation perpétrée autrefois par les villageois : la dépouille de Millarka n’a pas eu le cœur transpercé d'un pieu comme le reste de ses ancêtres…




















Louis Daquin, le Maitron

SOURCE: https://maitron.fr/spip.php?article21430

 


Né le 30 mai 1908 à Calais (Pas-de-Calais), mort le 2 octobre 1980 ; cinéaste, acteur, dramaturge, écrivain ; syndicaliste et militant communiste.

Né à Calais, Louis Daquin connut, à l’aube des années 1930, sa première expérience professionnelle aux usines Renault en qualité de rédacteur publicitaire, après avoir obtenu une licence de droit et un diplôme de HEC. Après de premiers essais dramaturgiques (Pat, 1932, Les Crapauds, 1934), Louis Daquin débuta au cinéma en 1933 en tant que script-boy de La Rue sans nom de Pierre Chenal. Il enchaîna ensuite une série de films du même réalisateur en tant qu’assistant (Crime et châtiment, 1933, Les Mutinés de l’Elseneur, 1936, L’Homme de nulle part, 1937), avant de rencontrer Fedor Ozep (La Dame de pique, 1937) et Abel Gance. Très tôt, Louis Daquin multiplia ses activités puisqu’il interpréta également de petits rôles dans certains des films cités, ou s’initia à la direction de production (La Tradition de minuit, Roger Richebé, 1939).

Sa première rencontre avec le cinéma engagé se produisit à l’occasion du montage de La Vie est à nous, commande du Parti communiste français à Jean Renoir pour la campagne des élections législatives de 1936. Son passage à la réalisation se fit en deux temps : en 1938 lui fut confiée la version française de Der Spieler de Gerhard Lamprecht, dans les studios de la Tobis à Berlin ; mais ce fut avec Nous les gosses (1941) qu’il acquit pleinement ses galons de cinéaste. Louis Daquin se rangea ainsi au nombre des réalisateurs dont la carrière fut lancée lors des années de guerre, à l’instar de Jacques Becker et de Robert Bresson. Il publia la même année L’Énigme du Pelham, un roman policier sous le pseudonyme de Lewis Mac Dackin. Il mit en scène quatre autres films pendant l’Occupation : Le policier, Madame et le mort en 1942 suivi du Voyageur de la Toussaint et, l’année suivante, Premier de cordée, tiré du roman de Frison-Roche, qui lui permit de tourner in situ et d’expérimenter la prise de vue en filmant caméra à l’épaule. La question de la perméabilité à l’idéologie pétainiste de ce dernier s’est souvent posée depuis. Fut-il le vecteur inconscient du retour à la terre prôné par le régime de Vichy ou implicitement l’auteur d’une une ode à la ténacité et l’endurance physique dont devaient faire preuve les résistants des maquis ou des geôles collaboratrices et hitlériennes ? Daquin lui-même admit que l’air du temps avait pu s’y infiltrer à son insu.

En 1940, Raoul Ploquin, qui dirigeait le Comité d’organisation de l’industrie cinématographique mis sur pied par le gouvernement de Vichy et le représentant de l’État, Guy de Carmoy, qui allait être déporté moins de deux ans plus tard, firent appel en 1940 à Daquin pour diriger les Actualités cinématographiques, afin de les « arracher aux Allemands ». Daquin accepta dans un premier temps mais, réalisant dans quelle impasse il s’était engagé, démissionna rapidement. Le cinéaste reconnut dans ses mémoires l’état de confusion qui était alors le sien et qu’il avait fait preuve de « naïveté et d’un manque de réalisme ». Après ce faux pas, Daquin adhéra au Parti communiste en janvier 1941 et s’engagea aussitôt dans la Résistance. Tandis que Jean-Paul Le Chanois fondait fin 1940 le « Réseau de défense du cinéma » ou « Réseau des syndicats », Daquin rejoignait la section cinéma du Front national fondée par l’écrivain communiste René Blech en 1942, organisation clandestine créée à l’instigation du PCF suite à une directive de l’Internationale communiste en 1941, où il avait entre autres pour compagnons Pierre Blanchar, Jean Grémillon, Jean Delannoy ou Jacques Becker. Les deux organisations fusionnèrent sous la bannière du Comité de Libération du cinéma français (CLCF), éditant en décembre 1943 le premier numéro de L’Écran français. À la demande du Conseil national de la Résistance, le CLCF se vit confier la tâche d’organiser l’insurrection du cinéma français ainsi que la reprise en main des actualités filmées. Le 19 août 1944 au soir, les anciens locaux du COIC furent investis et Louis Daquin y installa le quartier général du CLCF, dont il fut élu général le 19 septembre. Parallèlement, il devint président de la Coopérative générale du cinéma français (CGCF) qui produisit entre autres La Bataille du rail, Le 6 juin à l’aube et Au cœur de l’orage. Entre l’automne 1944 et le printemps 1945, communistes et gaullistes se disputèrent la prise en charge du cinéma français. En position de force et en parfaite application de la politique préconisée par le PCF, le CLCF organisa des comités d’épuration au sein desquels officia Louis Daquin, et ne cessa de prôner une réforme en profondeur de l’industrie cinématographique française. Au printemps de 1945, alors que le CLCF avait perdu tout espoir de diriger le cinéma français, Daquin se tourna vers l’action syndicale, en devenant le secrétaire général du Syndicat des techniciens du film (CGT), et ce jusqu’en 1962. À ce titre, il travailla aux côtés de Jean Grémillon, Gérard Philippe et Charles Chezeau*, grande figure de la Fédération du Spectacle et participa activement aux différentes campagnes de défense du cinéma français, telles que la bataille contre les accords Blum-Byrnes en 1946 ou la dénonciation du Pool européen du cinéma en 1953.

Durant la première époque de la Libération, Daquin réalisa deux films. Le premier, Patrie, film historique au titre emblématique dont l’action rend hommage aux combattants de l’occupation espagnole au XVIe siècle, fut considéré en 1945 comme une allégorie de la Résistance à l’envahisseur. Ce film illustrait cependant l’écart esthétique qui séparait le cinéma français et le cinéma italien, qui s’engageait alors dans la voie du néoréalisme. Dans le second, Les Frères Bouquinquant (1947), adapté du roman de Jean Prévost, il sut évoquer avec empathie la vie quotidienne du petit peuple. Durant les dix années suivantes, Daquin devint le cinéaste quasi officiel du Parti communiste, l’un des très rares réalisateurs à recevoir les éloges publics de la direction du PCF. Son film le plus souvent cité, Le Point du jour (1949), prix de la mise en scène au festival de Marianske-Lazne, met en scène le monde de la mine dans l’esprit du réalisme socialiste, selon lequel ouvriers et ingénieurs devaient travailler de concert à l’amélioration des conditions de vie des mineurs et à l’avènement d’un monde meilleur. À de rares exceptions près, le film fut bien reçu par la critique de droite comme de gauche, démontrant en cela le peu de portée révolutionnaire d’une esthétique prétendument en rupture avec les modes bourgeois et capitaliste, mais ne rencontra pas le public qu’il méritait. Alors que la critique communiste s’en prenait violemment au genre policier, il adapta la même année le roman de Gaston Leroux, Le Parfum de la dame en noir, avant de réaliser l’année suivante Maître après Dieu. En ces temps d’affrontement idéologique, les difficultés de mener de front une carrière professionnelle et un engagement militant s’accrurent, et il ne fait guère de doute que ce dernier entrava la première. Aussi les productions militantes et les adaptations d’œuvres de l’Europe de l’Est se multiplièrent-elles durant les années 1950. D’une part, Daquin participa aux versions françaises de films polonais (La Paix vaincra, Nous construisons, Le Hibou et le pivert, etc.) ; d’autre part, il participa en France aux documentaires communistes (Nous continuons la France, 1946), cégétistes (La Grande lutte des mineurs, 1949) ou du Mouvement de la paix (La Bataille de la vie, 1949). Outre ses activités syndicales et politiques, Daquin s’immisça également dans le débat critique qui fit rage à la fin des années 1950. Strict représentant de l’école jdanovienne, Daquin, avec Georges Sadoul, définit les caractéristiques de l’art cinématographique national, rejetant tout formalisme au profit de la primauté absolue du sujet. Dans « Quelques remarques déplacées » (L’Écran français, 8 mars 1949), il s’en prit à une partie de la critique et à leur « langage technico-esthético-philosophique ». Suite à la censure que subit Bel Ami, réalisé en 1954 mais distribué en 1957, Daquin fut contraint de poursuivre sa carrière de cinéaste hors les murs. Il partit tourner Ciulinii Baraganului (Les Chardons du Baragan) en Roumanie et, en 1959, Trube Wasser (Les Arrivistes), adaptation de La Rabouilleuse de Balzac, tournée dans les studios de la DFA en République démocratique allemande.

La Foire aux cancres (1963), mise en images datée de l’ouvrage populaire de Jean Charles alors que la Nouvelle vague venait de déferler sur les écrans, fut son dernier long métrage, un projet en 1975, Qui a tué Grimard ?, ne voyant jamais le jour. Il poursuivit néanmoins la production de courts métrages documentaires liés à son appartenance politique (Naissance d’une cité, 1964). Tout en tenant de petits rôles dans plusieurs films, l’expérience professionnelle de Daquin fut mise à profit aussi bien par René Clément (Paris brûle-t-il, 1964) que José Giovanni (Dernier domicile connu, 1969). Comme nombre de cinéastes français et étrangers, il rejoignit le comité de soutien à Henri Langlois lorsque celui-ci fut révoqué par André Malraux en février 1968. Daquin fut d’ailleurs élu coprésident de la SR en 1978. Bien qu’ayant reconnu les apports de la Nouvelle vague, après en avoir fermement condamné les débuts, entre autres pour atteinte aux acquis sociaux, Daquin demeura un témoin actif des débats critiques des années 1960, accusant par exemple les collaborateurs de La Nouvelle critique, qui s’orientaient alors vers un type d’analyse formelle, de « narcissisme », au lieu de se concentrer sur la « signification sociologique » des films. Entre 1970 et 1977, Daquin fut directeur des études à l’IDHEC, où, malgré des rapports tendus avec les représentants de l’extrême gauche, il fit preuve d’ouverture d’esprit et laissa auprès de ses étudiants le souvenir d’un professeur chaleureux et compétent. En 1979, il fit sa dernière apparition à l’écran, Louis et Réjane, téléfilm de Philippe Laïk.

Sa carrière au sein de l’industrie cinématographique et les aléas auxquels il dut faire face lui inspirèrent deux ouvrages, Le Cinéma, notre métier (1961), où il évoque les aspects plus techniques de sa profession, et On ne tait pas ses silences (1980), sorte d’autobiographie d’un cinéaste imaginaire dans laquelle Daquin évoquait ses activités, ses rencontres professionnelles, ses engagements personnels sur un ton où percent amertume et interrogations personnelles. Louis Daquin s’éteignit le 2 octobre 1980.

Louis Daquin, quelques notes

 

LOUIS DAQUIN  est un acteur, réalisateur et scénariste français, né le 20 mai 1908 à Calais, et décédé le 2 octobre 1980 à Paris

Louis Daquin devient assistant réalisateur en 1932.

Il a été en 1944 secrétaire général du Comité de libération du cinéma.Et il a fondé la Coopérative générale du cinéma français.

Il a été le cinéaste du réalisme. Il disait "Si le réalisme est une fin en soi, il ne m'intéresse pas. s'il est un moyen qui me permettra de communiquer mes aspirations, mes sentiments et mes croyances, alors bravo pour le réalisme".

il adaptera des romans : "Patrie" de Victorien Sardou, "Les frères bouquinquant" d'après Jean Prévost . ce dernier sera la peinture des gens du peuple dans leur vie quotidienne.Il sera marqué par le réalisme des comportements, des décors naturels, des détails exacts de la vie des prolétaires.

"Point du jour" sera considéré comme "le premier film français consacré au travail des hommes"( les mineurs) . ce sera un film au ton documentaire.

Il tournera une adaptation de Bel-Ami qui sera interdit par la censure en 1954,55,56.de plus Edgar Faure justifiera l'interdiction par le fait qu'il a été tourné à Vienne sous zone d'occupation soviétique avec des capitaux autrichiens.Il pourra sortir en juillet 2007.

1938 : Le Joueur, d'après Fedor Dostoïevski
1941 : Nous les gosses
1943 : Le Voyageur de la Toussaint
1943 : Madame et le mort
1944 : Premier de cordée d'après Roger Frison-Roche
1946 : Patrie
1948 : Les Frères Bouquinquant


1949 : Le Point du jour


1949 : Le Parfum de la dame en noir, d'après Gaston Leroux
1951 : Maître après Dieu
1955 : Bel-Ami, d'après Guy de Maupassant
1958 : Les Chardons du Baragan (Ciulinii Baraganului)
1959 : La Rabouilleuse, d'après le roman d'Honoré de Balzac
1960 : Les Arrivistes
1963 : La Foire aux cancres d'après Jean-Charles
1969 : Café du square (série TV)


Louis Daquin, les films que je ne peux pas voir


Les frères Bouquinquant, 1947
 
La grande lutte des mineurs, 1948
 
Le point du  jour, 1949 
 
La bataille de la vie, 1949 
 
Bel Ami, 1954
 
La grande grève des mineurs, 1963